13 de diciembre de 2008

Uno de los nuestros

El Cabildo Superior de Cofradías de la Semana Santa de Murcia ha concedido una mención de honor al juez Fernando Ferrín Calamita. Que una entidad otorgue una distinción a un juez no sería noticia de no ser porque el juez en cuestión ha sido juzgado por varios delitos presuntamente cometidos en el desempeño de sus funciones y está pendiente de que se dicte la sentencia. Anteayer el alcalde de Totana, José Martínez Andreo, y ayer el de Librilla, José Martínez García, fueron aclamados como héroes por un grupo numeroso de ciudadanos a su salida de la cárcel, donde habían sido enviados ambos por presuntos delitos urbanísticos. Debería empezar a preocupar que sean objeto de reconocimiento público, por parte de colectivos más o menos numerosos, personas que están incursas en causas penales. Esos reconocimientos van más allá del desprecio a la justicia y son auténticos juicios paralelos que suponen un retroceso en la aceptación de uno de los principios básicos del estado de derecho, que es el del respeto al la autonomía del poder judicial. Esos grupos que apoyan calurosamente a presuntos delincuentes implícitamente están proclamando que la Justicia del Estado les es ajena. Con ello se está dando un paso adelante hacia la tribalización, es decir, hacia la negación de un pacto social que fundamente la convivencia de todos los grupos sociales con intereses heterogéneos.


En el caso de juez Ferrín Calamita el asunto es especialmente grave. El Cabildo ha argumentado que su mención de honor al hasta ahora juez representa, según su propia declaración, “un abrazo a un hermano que está sufriendo.” Si se trata de eso, corresponde tenerlo presente en sus oraciones, pero no concederle una distinción. Porque no se distingue sin más a todo el que sufre, sino que se distingue a quien, por sus méritos, se quiere proponer como modelo a los demás.



Lo que se dirime en el proceso contra el juez Calamita es si antepuso sus creencias a su función de juez. Él mismo dijo en su alegato final que primero era cristiano y después juez. Es precisamente eso lo que no puede ser aceptable en una sociedad pluralista. En el Estado moderno, la función jurisdiccional no la ejercen los cristianos, los budistas, los estoicos o los anarcosindicalistas. Los ciudadanos tienen derecho a que los enjuicie alguien que conozca la legislación vigente y la aplique con buen criterio e inteligencia. Y si esa no es la actitud de Calamita, entonces debería ejercer cualquier otra honorable profesión que no comprometa sus creencias. Lo que distingue al Estado moderno de los denostados Estados regidos por la ley islámica —que, por ejemplo, lapidan por adúlteras a las mujeres si han sido violadas por un hombre casado— es que las leyes se promulgan en un parlamento elegido democráticamente y en él se discuten con criterios racionales y objetivos, y no se suponen emanadas de la voluntad divina expresada en un libro directamente inspirado por esa divinidad y, por consiguiente, más allá de toda discusión racional.


En cuanto a los otros, a los que jalean a los alcaldes presuntamente inmersos en tramas de corrupción urbanística, Ángel Montiel en el diario La Opinión ha aportado claves, que se resumirían en “viva el alcalde si nosotros nos beneficiamos de sus decisiones presuntamente irregulares”.


Todo ciudadano sometido a un proceso penal queda acogido al principio de presunción de inocencia. Pero, mientras actúa la Justicia, es vital para todos no interferir en su acción con juicios paralelos de ningún tipo, ni en los medios de comunicación, ni en las calles. El mensaje que se envía con estas distinciones, cánticos, vivas, recibimientos en loor de multitudes es que el encausado es víctima de persecución injusta, que hay algún grupo que tiene interés en liquidarlo y que es necesario unirse en otro grupo para defenderlo. Es muy preocupante esa fragmentación de la ciudadanía. El mensaje no puede ser más deslegitimador para las instituciones del Estado. Supone un auténtico retroceso de la modernidad hasta la justificación por los más descarnados intereses y el triunfo de la tribu sobre el Estado. La renuncia a lo público y la imposición (o su intento) de los intereses propios es la semilla de la guerra de todos contra todos.


Las formas e instituciones en que se sustancia la democracia corren serio peligro de vaciarse si la ciudadanía no hace propios los valores de lo público frente a los intereses privados. Estado moderno o tribu. Ya va estando bien de cánticos tribales.

Bernar Freiría

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