Sin embargo, pocas veces ha estado tan acertado Zapatero como estos días al lamentar que haya quienes intentan discutir (a gritos) incluso sobre aquello en lo que están de acuerdo. Rajoy se desmarcó ayer de esos gritos y silbidos, pero lo hizo tras varias semanas de acusar al Gobierno de Zapatero de inhibirse a la hora de defender al Rey de los que le atacan y ofenden. Y lo mismo respecto a otros símbolos compartidos, culpando a la política territorial del Gobierno de hechos como el incumplimiento de la ley de banderas. Tiene razón el presidente al decir que sobre la bandera, la Monarquía (y también la defensa de la Constitución respecto a consultas soberanistas y otras pretensiones nacionalistas) no hay pleito posible entre el Gobierno y su alternativa: sobre esos temas, socialistas y populares están más de acuerdo entre sí que cualquiera de ellos con no importa qué otro partido del arco parlamentario.
El debate es en este sentido artificioso, por más que cada año la fiesta nacional ponga de relieve (por ausencias y presencias, y por las razones con que se las justifica) la desproporción entre el torrente de emociones autonómicas y localistas de distinto signo y lo que Ortega y Gasset consideraba falta de emoción compartida "por la que comuniquen los bandos enemigos". Emoción que en todos los países, incluyendo especialmente a algunos de los de más larga tradición democrática, suele exteriorizarse en torno a los símbolos de la nación. Más de tres décadas después de la desaparición de Franco, resulta ridículo este afán banderizo por patrimonializar los sentimientos nacionales, por una parte, y la patente de demócrata, por otra. De forma que el mensaje dominante en periodo electoral es que si ganan los otros se perderá España o se perderá la democracia. Una dialéctica pueril y perversa.
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