Quien se haya molestado en pulsar estas últimas horas diversos registros de la opinión pública, habrá llegado seguramente a la conclusión de que, aunque su sondeo personal no sea lógicamente del todo representativo, la decisión tomada por el Gobierno sobre De Juana Chaos ha sido a juicio de la mayoría la menos mala de todas las posibles, ha suscitado una sensación generalizada de amargo alivio y ha generado un tácito reconocimiento general al tacto y al bien hacer del ministro del Interior.
La argumentación que ha respaldado el traslado del etarra a un hospital de San Sebastián, basada -no se olvide- en la resolución del juez de Vigilancia Penitenciaria de la Audiencia Nacional que desarrolla la sentencia firme del Tribunal Supremo a la luz de las previsiones del Reglamento Penitenciario de 1996, es convincente, y, en definitiva, la medida consigue tanto salvar la vida del asesino etarra cuanto evitar que se haya salido con la suya (sólo abandonaría la huelga de hambre «libre o muerto», amenazó). Ese delincuente con cara de delincuente no pasará finalmente al codiciado martirologio de los etarras: una vez que se calme el actual paroxismo de los más radicales, volverá a ser un pobre hombre sin oficio ni beneficio, en el fondo más detestado que temido por todos, apenas adiestrado en el dudoso arte de matar sanguinariamente y a traición y, por supuesto, sin los atributos berlanguianos de un verdadero verdugo a la vieja usanza.
Se podrá especular sobre las razones últimas de la opción elegida por Rubalcaba; obviamente, la muerte en prisión del etarra hubiera imposibilitado durante mucho tiempo cualquier tentativa de un final dialogado de la violencia... Pero con independencia de estos razonamientos políticos, la medida consuena con la sensibilidad general de este país, ya muy harto de gritos y de muertes. Dicho lo cual, hay que añadir acto seguido que es comprensible que el PP haya querido guardar las distancias, seguir apuntándose a la terrible apuesta de dejar morir de hambre al reo díscolo, ofreciéndose así a encabezar a los sectores más recalcitrantes de una derecha vociferante y medio ciega que, aunque apoya incondicionalmente a Rajoy, tiene el inconveniente de ahuyentar quizá de forma decisiva a los sectores centristas de opinión que son los que, en la hora de la verdad, dan o quitan la victoria electoral.
El Gobierno sabía que tendría que contar, pues, con la enemiga del PP, aliado con ese sector politizado de las víctimas que ha decidido hacer bandería de su tragedia. Igualmente, sabía que el regreso a casa de De Juana Chaos suscitaría inflamaciones en Donostia, homenajes a cargo de esas docenas de radicales que, sin entender gran cosa de lo que ocurre, van a todos los festejos en los que huele a pólvora. De Juana fue el jueves una especie de reina por un día, aunque todos sabemos que a los duros de ETA les hubiera convenido más su muerte y que a los negociadores -desde Otegi a Ternera- les ha irritado su intempestiva decisión unilateral de convertirse por su cuenta en estrella política y mediática.
Lo que no era del todo previsible era la sobreactuación del Partido Popular en este asunto hasta extremos que resultan hirientes para todos. Decir, como dijo Acebes, que si el Gobierno del PP hubiera cedido al chantaje de ETA como ahora ha hecho el Gobierno del PSOE Miguel Ángel Blanco no habría sido asesinado es, más que una colosal falacia, un grave error. El PP puede, e incluso debe, mantener con sus adversarios socialistas todas las pugnas dialécticas imaginables dentro del campo de juego de la razón democrática pero no hace bien abriendo brechas que requerirán el día de mañana muchos, demasiados, puntos de sutura.
Porque, además, esta dramatización excesiva del caso, esta apelación a la víscera y al llanto torrencial contribuyen grandemente a agrandar la figura de De Juana Chaos en el imaginario colectivo del ultranacionalismo vasco, en definitiva, a convertirlo realmente en el héroe que no es, a pesar de que todo hacía temer que sus necrófilos instintos y la evidencia de su falta de horizontes -debe ser muy deprimente saberse un asesino múltiple y tener que convivir perpetuamente con esa condición- lo llevaran a comprometer realmente su propia vida en el rapto arrogante de la huelga de hambre.
En política, hay errores que resultan incapacitantes. Y esta exacerbación sentimental de la realidad, este discurso flamígero que invoca el odio y la muerte, asustan a los electores sensatos. A este paso, difícilmente saldrá Rajoy del pozo en que lo ha sumido una estrategia demasiado torpe para ser triunfal.
La argumentación que ha respaldado el traslado del etarra a un hospital de San Sebastián, basada -no se olvide- en la resolución del juez de Vigilancia Penitenciaria de la Audiencia Nacional que desarrolla la sentencia firme del Tribunal Supremo a la luz de las previsiones del Reglamento Penitenciario de 1996, es convincente, y, en definitiva, la medida consigue tanto salvar la vida del asesino etarra cuanto evitar que se haya salido con la suya (sólo abandonaría la huelga de hambre «libre o muerto», amenazó). Ese delincuente con cara de delincuente no pasará finalmente al codiciado martirologio de los etarras: una vez que se calme el actual paroxismo de los más radicales, volverá a ser un pobre hombre sin oficio ni beneficio, en el fondo más detestado que temido por todos, apenas adiestrado en el dudoso arte de matar sanguinariamente y a traición y, por supuesto, sin los atributos berlanguianos de un verdadero verdugo a la vieja usanza.
Se podrá especular sobre las razones últimas de la opción elegida por Rubalcaba; obviamente, la muerte en prisión del etarra hubiera imposibilitado durante mucho tiempo cualquier tentativa de un final dialogado de la violencia... Pero con independencia de estos razonamientos políticos, la medida consuena con la sensibilidad general de este país, ya muy harto de gritos y de muertes. Dicho lo cual, hay que añadir acto seguido que es comprensible que el PP haya querido guardar las distancias, seguir apuntándose a la terrible apuesta de dejar morir de hambre al reo díscolo, ofreciéndose así a encabezar a los sectores más recalcitrantes de una derecha vociferante y medio ciega que, aunque apoya incondicionalmente a Rajoy, tiene el inconveniente de ahuyentar quizá de forma decisiva a los sectores centristas de opinión que son los que, en la hora de la verdad, dan o quitan la victoria electoral.
El Gobierno sabía que tendría que contar, pues, con la enemiga del PP, aliado con ese sector politizado de las víctimas que ha decidido hacer bandería de su tragedia. Igualmente, sabía que el regreso a casa de De Juana Chaos suscitaría inflamaciones en Donostia, homenajes a cargo de esas docenas de radicales que, sin entender gran cosa de lo que ocurre, van a todos los festejos en los que huele a pólvora. De Juana fue el jueves una especie de reina por un día, aunque todos sabemos que a los duros de ETA les hubiera convenido más su muerte y que a los negociadores -desde Otegi a Ternera- les ha irritado su intempestiva decisión unilateral de convertirse por su cuenta en estrella política y mediática.
Lo que no era del todo previsible era la sobreactuación del Partido Popular en este asunto hasta extremos que resultan hirientes para todos. Decir, como dijo Acebes, que si el Gobierno del PP hubiera cedido al chantaje de ETA como ahora ha hecho el Gobierno del PSOE Miguel Ángel Blanco no habría sido asesinado es, más que una colosal falacia, un grave error. El PP puede, e incluso debe, mantener con sus adversarios socialistas todas las pugnas dialécticas imaginables dentro del campo de juego de la razón democrática pero no hace bien abriendo brechas que requerirán el día de mañana muchos, demasiados, puntos de sutura.
Porque, además, esta dramatización excesiva del caso, esta apelación a la víscera y al llanto torrencial contribuyen grandemente a agrandar la figura de De Juana Chaos en el imaginario colectivo del ultranacionalismo vasco, en definitiva, a convertirlo realmente en el héroe que no es, a pesar de que todo hacía temer que sus necrófilos instintos y la evidencia de su falta de horizontes -debe ser muy deprimente saberse un asesino múltiple y tener que convivir perpetuamente con esa condición- lo llevaran a comprometer realmente su propia vida en el rapto arrogante de la huelga de hambre.
En política, hay errores que resultan incapacitantes. Y esta exacerbación sentimental de la realidad, este discurso flamígero que invoca el odio y la muerte, asustan a los electores sensatos. A este paso, difícilmente saldrá Rajoy del pozo en que lo ha sumido una estrategia demasiado torpe para ser triunfal.
Antonio Papell
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