Sostiene Zapatero que “la democracia exige un Estado aconfesional y una cultura pública basada en valores laicos.” Esta consideración es impecable y sobre la misma se sustenta el Estado democrático moderno, que reemplazó a los absolutismos de raíz teocrática. “Todo poder viene de Dios”, argumentaban los defensores de este género de regímenes cuya postrera expresión estuvo representada en España por la dictadura franquista. Franco habría sido elegido –según se podía leer en las monedas de la época- “Caudillo de España por la gracia de Dios”.
La mezcla de religión y política formaba parte de las esencias del tinglado. Los obispos llevaban al vencedor de la Cruzada bajo palio. Como si fuera la Custodia. El nacionalcatolicismo se basó en esa aberración. Cuenta Miguel Maura, católico y ministro del Gobierno provisional republicano que el cardenal de Toledo, Pedro Segura, habría dicho desde el púlpito de la catedral que “debería caer la maldición de Dios sobre España, si la República se consolidaba.”
Sostiene además Zapatero que “la Iglesia católica puede mantener algunas posturas que evocan todavía la aspiración a que las leyes eclesiásticas estén por encima de las leyes de la polis, pero creo que esa actitud es ya una reliquia ideológica”. Niega el presidente del Gobierno que una “ley natural esté por encima de las leyes que los hombres se dan”. El discurso de Zapatero es el de un demócrata, partidario de dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. O sea, favorable a la separación –que no es sinónimo de enfrentamiento- entre Iglesia y Estado.
Los valores laicos, aludidos por Zapatero, son los valores republicanos. Ésos que el presidente elogió recientemente, lo que ha provocado otra oleada de insultos contra él procedentes de la caverna mediática. Se ha comprobado que la II República continúa excitando las bajas pasiones de la derecha. Eduardo Madina, lúcido diputado socialista, escribió hace unos días sobre la República en elplural.com. La gran oportunidad, robada era el título de su comentario. Tenía razón Los nostálgicos ultramontanos se cargaron el hermoso sueño republicano. Lo hicieron a sangre y fuego.
¿Quiénes fueron sus impulsores? Consta en un informe remitido por quien fuera embajador de EEUU en España entre 1933 y 1939, Claude G. Bowers, a Cordell Hull, secretario de Estado del presidente Roosevelt. Lo resume Bowers en su libro Misión en España, publicado por Grijalbo (1966) en México. “Escribí a Cordell Hull exponiéndole los elementos que apoyaban la rebelión. 1) Los monárquicos, que deseaban la vuelta del Rey y del antiguo régimen. 2) Los grandes terratenientes, que deseaban conservar el régimen feudal poniendo fin a la reforma agraria. 3) Los industriales y los banqueros, que deseaban sujetar y mantener a los obreros “en su lugar”. 4) La jerarquía eclesiástica, hostil a la separación de la Iglesia y el Estado. 5) Las camarillas militares, que perseguían el establecimiento de una dictadura militar. 6) Los elementos fascistas, inclinados a la creación de un Estado totalitario”.
Bowers, un periodista que se autodefinía como “demócrata jeffersonista”-, subraya que “la Segunda Guerra Mundial comenzó en España en 1936”. En su libro narra con precisión “la conspiración al descubierto” y “la guerra del Eje contra la democracia española”. Es decir, de los nazis y los fascistas. Transcribe, por ejemplo, lo que escribió el conde Ciano –yerno de Mussolini- en su diario cuando oficialmente terminó la guerra. Afirmaba que se trataba de “la victoria más formidable del fascismo, posiblemente la más grande hasta entonces.” Ciano retrata a Musolini, “lleno de alegría”, señalando el atlas abierto en la página de España y diciendo: “Ha estado abierto por esta página casi durante tres años y eso es bastante.”
Pues bien, un día como hoy, 14 de abril de 1931, los españoles proclamaron pacíficamente, con emoción y entusiasmo, la República. Claro que los republicanos cometieron errores y excesos repudiables. Pero el mayor y más injustificable exceso lo protagonizaron los poderosos que no quisieron ceder ni un ápice de sus privilegios seculares. En todo caso, la semilla de la República no pudo ser erradicada por los liberticidas a pesar de sus incesantes esfuerzos por conseguirlo. Floreció décadas más tarde a través de la Constitución de 1978. Los valores de esa Constitución –que consagra un sistema monárquico respetable, de carácter democrático y parlamentario- son, en su mayoría, intercambiables con los valores propiamente republicanos. Esos valores son los que hizo suyos Zapatero, nieto del capitán Lozano, un militar honorable que pagó con la vida su lealtad a la República surgida de las urnas y no de las bayonetas.
La derecha no quiere ni oír hablar de la República. Algunos de sus lacayos –que presumen de historiadores, como Pío Moa, César Vidal o Ricardo de la Cierva- se dedican a denigrarla, ovacionados por los hijos y los nietos, familiares o amigos, de los golpistas. En el espejo de la República aún se observa cómo el complot de los ricos y los reaccionarios acabó vilmente con ella. Les enoja contemplar ese espejo. Les irrita la recuperación de la memoria histórica, secuestrada por los ganadores de la guerra.
No se trata de ningún ajuste de cuentas. “Paz, piedad y perdón”, clamaba Manuel Azaña, presidente de la II República, el 18 de julio de 1938, segundo aniversario de la sublevación, desde el Ayuntamiento de Barcelona. Su ruego no fue escuchado por los insurrectos. Azaña murió el año 1940 en Montauban, cerca de Toulouse. Sus restos mortales permanecen ahí. ¿Cuándo podrán regresar a España con la dignidad debida? Mientras, el cadáver del general victorioso reposa en el faraónico Valle de los Caídos, uno de los símbolos más ignominiosos de la dictadura.
Es de justicia que la II República sea honrada como se merece. Hoy, 14 de abril, 75 años después, muchos ciudadanos la evocarán y seguirán luchando desde la legalidad por ella. ¡Viva la República española!
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