La
degradación de la vida política, económica y social de este país
está alcanzando cotas importantes. Millones de familias viven en
condiciones lamentables mientras se entregan cantidades económicas
considerables para despedir a ejecutivos incompetentes. El Estado
inyecta grandes sumas a entidades financieras y recorta prestaciones
sociales.
Hablar
de democracia en este contexto es una falacia.
La
crisis que estamos padeciendo no es sólo económica, sino de valores
morales. Hay una generación que ha vivido en un mundo en el que
parecía que la felicidad consistía en poseer objetos de consumo sin
tener en cuenta su utilidad. Sucumbimos a la tentación consumista
que nos incitaban los mismos que hoy en día se apresuran a
despojarnos de los bienes más apreciados como la vivienda. Sin
escrúpulos, desahucian a familias incapaces de hacer frente a las
deudas que contrajeron en épocas de bonanza económica.
La
Constitución de 1978 que, en teoría, reconoce el derecho a la
vivienda, a un trabajo y a un salario digno, se ha convertido en
papel mojado y moneda de cambio para satisfacer intereses espúreos.
La
transición, que parecía un modelo de convivencia pacífica adecuado
para pasar de un régimen fascista a una democracia moderna, es hoy
un lastre que impide el desarrollo moderno de la sociedad.
El
culto al dinero fácil ha sido oficialmente alentado desde las más
altas instancias. Carlos Solchaga, ministro de Economía en el
Gobierno socialista de Felipe González, lanzó el grito
"liberticida"
de : ¡¡¡Enriqueceos!!!. La clase política, toda, se apresuró a
servirse los mejores bocados. Buenos salarios, emolumentos elevados y
una serie de privilegios por encima del ciudadano medio. La
democracia interna de los partidos es la gran ausente. La actividad
política profesional se ha convertido en un refugio confortable para
los profesionales mediocres. La corrupción se ha convertido en una
gangrena que amenaza a todas las instituciones del Estado. Ante este
panorama desolador, ¿queda algún espacio para la esperanza?
A
pesar de todo, soy un optimista. Creo que está en manos de la
ciudadanía su propia liberación. Hay que apoyarse en los sectores
políticos menos contaminados. No debemos delegar la defensa de
nuestros intereses durante cuatro años a unos partidos y echarnos a
dormir. Reforzar el movimiento 15-M y participar en la vida política
es una tarea necesaria. Los jóvenes tienen que sentir el apoyo de
toda la ciudadanía. Otra sociedad es posible si somos capaces de
construirla entre todos. Elaborar un programa posible y atractivo,
que proteja al ciudadano y sus derechos a una vivienda digna, a un
trabajo y a un salario digno. Banca pública, impuestos progresivos,
no permitir recortes en la sanidad ni en la educación. Escuela
públicas, no subvencionar a la Iglesia. Trabajar ya por la
República. No podemos permitirnos el lujo de mantener una dinastía
ociosa y cara.
Hay
que redistribuir la riqueza para que no haya estas situaciones
injustas.
Tenemos
que trabajar para construir una sociedad cuya finalidad sea la
felicidad de todos y todas.
1 comentario:
Pues lo siento pero yo estoy de un pesimista galopante.
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