En momentos de crisis, la labor del Gobierno es delicada, pero la de la oposición, también. A uno y a otra la opinión pública los va a juzgar severamente. Se tendrán en cuenta sus respectivos aciertos y errores, su buena voluntad y el realismo de sus planteamientos. Sin duda, el grado de exigencia será mayor para el Gobierno, pero la labor de la oposición también será examinada con lupa. Porque en periodos de dificultad económica tanto el Gobierno como la oposición han de demostrar sus aptitudes de liderazgo político y social, lo cual consiste, entre otras cosas, en la capacidad de interpretar y asumir como propios los problemas de la sociedad, y, a partir de ahí, su disposición a proponer proyectos y objetivos ilusionantes, que levanten el ánimo de los ciudadanos y le devuelvan la esperanza en el futuro. Si esta capacidad de liderazgo no se demuestra, o se generan dudas sobre ella, tanto el Gobierno como la oposición, en tiempos de crisis, corren el riesgo de no dar la talla, de no estar a la altura de las exigencias, y, como consecuencia de ello, de despeñarse, primero en las encuestas, y después en las urnas. Porque en los tiempos de crisis es cuando se comprueba el verdadero temple de los políticos. Lo que ocurre, sin embargo, es que a veces las decisiones no son nada fáciles. No se ve con claridad cuál es la opción conveniente, por cuanto que resulta difícil apreciar de antemano las consecuencias de una decisión u otra. Y eso es lo ahora le está ocurriendo a Rajoy. La crisis económica es profunda y generalizada. Afecta a muchas familias y a muchos sectores productivos. Desde hace meses, la crisis constituye el tema favorito de la oposición que el PP ejerce contra el Gobierno. Se censura a Zapatero que, primero, negara la crisis, y, después, que no haga nada por resolverla. Se ha llegado a decir que el problema es el propio Zapatero, que su pasividad agrava la crisis, que estos Presupuestos que acaban de presentarse son contraproducentes, y que empeoraran la crisis, e incluso se ha calificado a Zapatero como extraterrestre, como marciano, por hablar en Nueva York con optimismo sobre la fortaleza del sistema financiero español.
Pues bien, en medio de esta avalancha de críticas, Zapatero ha ofrecido a Rajoy iniciar conversaciones para llegar a acuerdos sobre el diagnóstico y la terapia de la crisis. En un primer momento, ante este ofrecimiento, la secretaria general, Dolores de Cospedal, intentó ganar tiempo y dijo que el Partido estaba dispuesto a hablar en serio, pero no a «hacerse la foto». Después, se ha concretado más: se ha pedido que se reúnan los equipos económicos del Gobierno y del PP (Solbes y Montoro) y que sobre la base de estas conversaciones habrá la posibilidad de una reunión eficaz entre Zapatero y Rajoy. Al margen de las buenas palabras, es lo cierto que la iniciativa de Zapatero coloca a Rajoy ante una difícil encrucijada: o consensúa con el Gobierno medidas económicas, o sigue centrando la censura al Gobierno en las graves dificultades que padecemos, y en las que posiblemente van a venir.
Se podrá dilatar la decisión, se podrá intentar descalificar la convocatoria misma, pero, tarde o temprano, Rajoy tendrá que pronunciarse: o se toman decisiones conjuntas con el Gobierno o se mantiene la economía como campo de batalla de la actividad política.
En mi opinión, hay dos argumentos que pesarán mucho sobre el ánimo de Rajoy, y que podrían determinar su decisión de no consensuar con el Gobierno. Por un lado, después de las elecciones generales del 9 de Marzo, se han establecido ya varios consensos en importantes asuntos de Estado, que han reducido el campo de actuación de la oposición. Hay acuerdo en la necesidad del consenso sobre la lucha contra el terrorismo. Y lo hay en materia de Justicia (aunque sea con sorprendentes resultados). Rajoy comprendió que no podía seguir con ese estilo de oposición radical y total que se practicó en la anterior legislatura, en la que todo valía y todo se cuestionaba, incluso el prestigio de instituciones políticas básicas. Y se dio cuenta de que esta forma radicalizada de ejercer la oposición había despertado recelos y temores en un amplio sector moderado, lo cual le restó los votos que necesitaba para ganar. Y ello a pesar de los graves errores de Zapatero en la anterior legislatura, sobre todo por la reforma de los Estatutos. Rajoy comprendió que las elecciones generales no las había ganado Zapatero por sus propios méritos, sino por los errores del P.P. Entonces, después de las elecciones, decidió cambiar la orientación. Fijó temas de Estado, en los que aceptó acuerdos básicos con el Gobierno, moderó sus discursos y cambió a las personas que simbolizaban el fundamentalismo aznarista. Y creo que acertó. No es lo mismo, desde luego, Cospedal que Acebes, ni Sáez de Santamaría que Zaplana. Lo cual ha tenido un inmediato reflejo en las encuestas: sube Rajoy y baja Zapatero. Y es que el presidente, a diferencia de lo que ocurrió en la anterior legislatura, ya no puede vivir de los errores de la oposición, sino que ha de demostrar sus propios aciertos.
Ahora bien, lo de los consensos es acertado, pero el PP no puede quedarse sin ámbito para ejercer la oposición. Ya se ha limitado mucho el campo de actuación. Y es razonable dudar que haya de excluirse también de la confrontación la crisis económica.
Por otra parte, sabemos que los fundamentalistas de la FAES presionan. En el propio grupo parlamentario se oyen voces discrepantes, que no están de acuerdo con el tono moderado y dialogante impuesto por Rajoy y su equipo. Se le pide a Rajoy que le dé más caña a Zapatero, y seguramente no se comprendería que se llegara a un acuerdo con el Gobierno sobre medidas económicas.
Es verdad que cualquiera de estos dos argumentos podría determinar la decisión de Rajoy. Sin embargo, yo creo que al final no será así. En mi opinión, el líder de la oposición es mucho más inteligente de lo que suponen sus adversarios. Y sabrá comprender la importancia de otros argumentos que aconsejan consensuar con el Gobierno.
En primer lugar, llegar a acuerdos sobre medidas económicas no excluye de modo absoluto el ejercicio de una amplia labor de oposición en esta materia. Siempre habrá que controlar la aplicación de esas medidas, y siempre habrá que impulsar con agilidad los cambios de dirección que aconsejen las nuevas circunstancias concurrentes.
En segundo lugar, Rajoy comprenderá que no estamos ante una crisis normal, sino ante una situación de emergencia extraordinaria. No se trata de una pequeña tormenta financiera, sino de un profundo huracán económico. Y en esta situación de emergencia, la sociedad española espera de sus políticos (y les exige) más patriotismo y menos partidismo, más visión de Estado y menos preocupaciones electorales. El asunto es demasiado serio y afecta a todos los ciudadanos, en uno u otro sentido. La preocupación es real y generalizada. Y, cuando se está así, no hacen gracia los chascarrillos, ni las descalificaciones ingeniosas del adversario político. Se piden soluciones, no enfrentamientos. Se pide que se tomen medidas que, por lo menos, no sean puestas en duda por los políticos. Y todo esto, por la situación de emergencia, exige necesariamente que haya acuerdos entre el Gobierno y el partido más importante de la oposición.
Y, en fin, hay otro argumento de menor calado pero no desdeñable. Esta crisis ha puesto de manifiesto los errores del fundamentalismo liberal, de las tesis de la desregularización y de la no intervención del poder político en la actividad económica, que con tanto entusiasmo propugnó desde el Gobierno el Sr. Aznar. Pues bien, ahora tiene Rajoy la oportunidad de desmarcarse ideológicamente del aznarismo, y de defender una Derecha española que respete los valores del Estado del Bienestar y que propugne la necesidad de que los poderes públicos corrijan los errores, injusticias y disfunciones que origina el mercado. De este modo, Rajoy se colocará en posición ideológica distinta y diferenciada de su adversaria por delegación, la liberal a ultranza Dña. Esperanza Aguirre. Y así la descarnada lucha interna por el poder, que sigue, ganará en estética, pues aparecerá revestida de profundas diferencias ideológicas.
Juan Ramón Calero Rodríguez
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