El próximo congreso en Valencia será la primera ocasión en la que el Partido Popular tenga que rendir cuentas ante sí mismo y asumir sin excusas sus propias responsabilidades. A diferencia de lo que ocurrió en el pasado, ahora no habrá ningún deus ex machina que, adoptando la figura de Manuel Fraga o de José María Aznar, revele a los militantes el nombre de su futuro presidente.
Mariano Rajoy ya ha manifestado su intención de mantenerse al frente del partido y, por su parte, Esperanza Aguirre amaga con la idea de disputarle el liderazgo. La presidenta de la Comunidad de Madrid ha llegado tan lejos en sus desafíos a Rajoy que ahora resultaría incongruente que se conformara con haber servido de simple lanzadera para un sedicente debate ideológico. Pero, además de incongruente, una eventual renuncia a presentar su candidatura con tanto protagonismo como ha reclamado durante las últimas semanas sólo podría interpretarse en una clave: la de la duda sobre su victoria o, desde otra perspectiva, la del miedo a la derrota. No es la mejor credencial para quien aspira a dirigir el principal partido de la oposición y alternativa de gobierno.
La Constitución impone a los partidos la obligación de que su funcionamiento interno sea democrático. El hecho de que Rajoy lance su candidatura desde la presidencia del PP le exige adoptar y extremar las medidas que permitan la libre concurrencia de otros aspirantes. En este caso, además, coincide el mandato constitucional con lo que, desde el punto de vista político, interesaría al futuro líder de los populares, sea quien sea el elegido. La disputa interna abierta tras la derrota del 9 de marzo ha hecho aflorar las múltiples ambiciones que han convivido hasta ahora en el seno del PP, sólo aglutinadas por el ejercicio del poder hasta 2004 y, desde entonces, por unas expectativas de victoria que se han visto frustradas. Cualquiera que sea el resultado del congreso de Valencia, el nuevo líder del PP ampliará su margen de maniobra si se asienta sobre un voto inequívoco de la mayoría de los delegados, y no sobre un arreglo más o menos hábil, más o menos explícito, entre barones.
El sistema democrático español necesita de una fuerza de centro-derecha que, hasta ahora, el PP no ha sabido o no ha querido encarnar. Por eso perdió las elecciones de 2004 partiendo de una mayoría absoluta, y por eso las ha vuelto a perder ahora, al propiciar una concentración sin precedentes del voto útil sobre su principal rival; un voto útil que ha buscado, en exclusiva, cerrar el paso al PP. El congreso de Valencia es la ocasión para que este partido dé el primer paso para desmontar la política de trincheras que se ha impuesto estos años. La elección de uno u otro candidato, en el supuesto de que sean varios los que se presenten, incumbe a su militancia y a sus electores. Pero la estrategia que adopte el vencedor afectará a todos los ciudadanos.
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