ECLESALIA, 28/12/07.- Observamos con cierto estupor como a lo largo de estos días se nos ha venido convocando, a través de las parroquias, obispados y diversos medios de comunicación, para concentrarnos y manifestarnos “en favor de la familia cristiana”. Ya se había hecho con anterioridad, y esta reiteración aún nos preocupa más, si cabe, pues no teníamos conciencia de que estuviésemos en peligro. Es más, no sabemos muy bien de qué o de quién debemos defendernos y, con cierto desconcierto, nos hemos planteado: ¿quién nos ataca?
Somos un matrimonio próximo a cumplir 30 años de vida en común, creyentes cristianos y miembros activos de nuestra Iglesia desde muy jóvenes; de hecho nos conocimos en grupos parroquiales en los que ambos nos formábamos en la fe e intentábamos desarrollarla. Nada ni nadie, si exceptuamos nuestras propias limitaciones, impidió, ni tan siquiera entorpeció, para que desarrolláramos nuestra vida, personal y de pareja en ninguna de sus facetas; nuestra militancia cristiana fue perfectamente aceptada y compatible con otros grupos sociales y políticos con los que compartimos anhelos de cambio social en nuestra España de los años 70 y en la transición, aportando a todo ello nuestra visión social cristiana tal y como el Concilio Vaticano II nos había impulsado. Hemos educado a nuestros hijos de la mejor manera que nosotros considerábamos, sin que nadie nos impusiese nada y acudiendo a colegios de ideario religioso cristiano que, además, estaban subvencionados por el gobierno de turno. Ellos han podido elegir libremente sus referencias vitales y lo han hecho en la fe cristiana, continuando, como nosotros, una militancia activa en la Iglesia.
En definitiva, hemos sido libres para declarar y vivir nuestra creencia cristiana y para actuar en la sociedad según la misma; por lo tanto, insistimos ¿dónde está el problema?
A nosotros nadie nos los ha creado. No lo crean nuestros vecinos, Adolfo y Sergio, que son homosexuales e intentan construir una pareja con todas sus dificultades y con toda su ilusión, pues tienen derecho a ello; no son enfermos que, como si fuesen los leprosos de antaño, deban ser excluidos. Compartimos con ellos el amor y la fidelidad que desean vivir y los proyectos comunes por una sociedad más justa y tolerante, que a nosotros nos mueven desde el evangelio; el cual, por cierto, no establece normas para la confección de una familia o de una determinada organización social, que esto es cambiante a lo largo de los tiempos y los lugares, sino unos valores. Y entre ellos está la tolerancia y no está la exclusión.
Tampoco nos los crea Lola, nuestra amiga que, una vez conseguido el divorcio, sigue tirando del carro para que se mantenga la familia que constituyen sus hijos y ella. Nosotros la apoyamos para ayudar a que siga adelante, confiando en el cariño de las personas y en la bondad de la convivencia.
Tampoco lo hace multitud de parejas que no son creyentes y con las que trabajamos día a día en diversas tareas de nuestro ámbito. Ellas entienden su compromiso matrimonial desde otras perspectivas y se esfuerzan, lo mismo que nosotros, por madurar juntos y educar a sus hijos en los valores éticos en los que creen y que son ampliamente compartidos por nosotros. A estas parejas les agradecemos, además, su coherencia y el profundo respeto que sienten por nuestra creencia y que manifiestan, entre otras cosas, al no hacer la pantomima social de casarse por la iglesia o de introducir a sus hijos en unos sacramentos que no tienen entronque con su vida.
Y por supuesto, no nos crea ningún problema que se tengan distintos puntos de vista sobre un tema tan profunda y maravillosamente humano, y por lo tanto sujeto a tantos avatares sociales, históricos y culturales, como es el de la sexualidad. La importancia está en que todos, desde sus particulares creencias o increencias, aportemos experiencias de relaciones psicológicamente maduras y gratificantes; no se trata de moralizar, sino de caminar hacia relaciones interpersonales maduras y, en lo posible, estables, pero siempre atentos a los problemas y situaciones de cada persona.
En donde sí puede estar el problema de todo esto es en el tratar de imponer una sola visión sobre el tipo de pareja y de familia que hay que hacer, sobre el tipo de sociedad que se debe construir, excluyendo, por malas e inmorales, otros tipos de visión del mundo y de la sociedad. Y esto no es de recibo; el Evangelio no es un recetario sobre como construir la sociedad, sino la adopción de un estilo personal de vida con unos valores para ofrecer libremente y compartir en la sociedad que nos ha tocado vivir, que no es mala en sí, pues está preñada de vida y de esperanzas, de personas con grandezas y miserias que buscan, se pierden y, a veces, van encontrando. “Y vio Dios que todo era bueno”.
Defender a la familia, ¿no tendrá más que ver con trabajar para eliminar las pésimas condiciones de trabajo de tantas parejas, los bajos salarios, la imposibilidad de hacer frente a una hipoteca sin trabajar los dos miembros de la pareja en jornadas interminables, de no poder congeniar aceptablemente el trabajo y la paternidad o maternidad? En definitiva, con mejorar las condiciones vitales de tantas familias que padecen incomunicación, falta de estímulo, pobreza y un largo etcétera de situaciones que limitan su capacidad normal de funcionamiento. Luego, eso sí, decimos alegremente que se desmoronan las familias como si de un azar caprichoso se tratase o de la acción de un determinado gobierno.
¿Cuántos de los que se manifiestan por las familias son responsables, en base a su posición social o laboral, del mantenimiento de esas situaciones injustas? Porque la contribución a un mundo más justo y solidario en el que se respete la dignidad de cada persona y se erradique la necesidad y la pobreza sí que está en el evangelio. Y la necesidad, en sus diversas variantes, y la pobreza, absoluta o relativa, si que son causa de deterioro social y no tanto, como creen algunos miopes, los pecados personales contra la carne.
Dicho esto solo nos quedar pasar un poco de vergüenza ajena y expresar a nuestra sociedad la convicción de que no todos los cristianos pensamos y vivimos como el grupo que se manifestará; es más, que ese grupo no es mayoritario en nuestra Iglesia, y nos estamos refiriendo a la Iglesia en sentido amplio y no circunscribiéndonos a la española de estos tiempos, en la que parece que habrá que sentar en el diván de un buen psicoanalista a algunos de sus miembros para ver si conseguimos curarla de ese ataque agudo de manía persecutoria. Decirle que se trata de un grupo que no ha digerido bien el concepto Reino de Dios y lo confunde con el de ciudad terrenal y que, de esta manera, defiende sus intereses de bienestar, comodidad, tranquilidad espiritual y, de paso, sus aspiraciones de poder social. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).
ANTONIO GARRIDO Y MAITE DORRONSORO, Laicos de la Sagrada Familia de Burdeos (Madrid)
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