El apresurado ajusticiamiento de Sadam Husein tras un largo e irregular proceso y la expeditiva falta de piedad que refleja son probablemente el final inevitable de un viaje que comenzó cuando el dictador ahorcado ayer fue capturado oculto en un zulo, hace ahora tres años. El Gobierno iraquí ha preferido deshacerse del reo en el día más sagrado del calendario musulmán, comienzo de una semana de festividades religiosas, sin duda para intentar rebajar el impacto popular de su muerte.
La muerte de Sadam pone punto final a un capítulo importante y terrible en la historia de Irak. Pero es lamentable que el poco creíble Gobierno del chií Nuri al Maliki haya sucumbido a la fácil tentación de ejecutar a su reo. Conseguirá o no con ello mayor apoyo popular, pero el país árabe no es hoy mejor, ni su futuro más prometedor, por haber eliminado al hombre de Tikrit. Tampoco avanza con su muerte la causa de la democracia en Irak, como de manera simplista pretende el presidente Bush. Ni se estrecha la creciente falla étnica y religiosa entre los iraquíes.
Con la precipitada y casi clandestina cita del tirano con la horca, Bagdad no sólo ha perdido una oportunidad histórica para mostrar una magnanimidad que Irak necesita desesperadamente si quiere tener una mínima esperanza. Ha desperdiciado también la ocasión de seguir juzgando a Sadam por sus crímenes contra la humanidad y de exponer ante los iraquíes en toda su crudeza la verdad de un reinado atroz, ejemplo definitivo de todo lo que debería ser evitado si el país quiere recuperar su alma.
Hacer justicia a los déspotas nunca ha sido fácil. Desde Nuremberg hasta nuestros días, los escasos procesos a grandes dictadores y criminales de guerra han pretendido trascender su aspecto legal para mostrar además los horrores de unos procedimientos o una época, desterrar la idea de que los poderosos escapan al castigo o intentar reconciliar a sociedades rotas por crímenes horrendos. En los últimos años se ha abierto paso la alentadora evidencia de que se ha acabado la impunidad para los tiranos (Pinochet, Milosevic, Charles Taylor...). Algunos de ellos han pasado en poco tiempo del apogeo de su crueldad y su triunfo aparente al banquillo de los delincuentes, sin rastro de fulgor alguno. Tampoco a esa importante función educativa de la justicia aporta nada Sadam muerto y secretamente sepultado.
No está escrito que la desaparición de Sadam Husein vaya a contribuir a que dejen la lucha sus más fanáticos partidarios baazistas. El ajusticiamiento es para la otrora poderosa minoría suní la evidencia final de que ellos son los perdedores de los acontecimientos de los últimos años. Y presumiblemente, la dignidad aparentemente mostrada por Sadam en los instantes finales de su vida sirva para conferirle a los ojos de algunos una aureola de mártir. En cualquier caso, la pesadilla del terror sectario que devora el país árabe, y que ayer volvió a manifestarse con más de 70 muertos, tiene ya causas que exceden con mucho el siniestro papel desempeñado por el déspota ahorcado.
La muerte de Sadam pone punto final a un capítulo importante y terrible en la historia de Irak. Pero es lamentable que el poco creíble Gobierno del chií Nuri al Maliki haya sucumbido a la fácil tentación de ejecutar a su reo. Conseguirá o no con ello mayor apoyo popular, pero el país árabe no es hoy mejor, ni su futuro más prometedor, por haber eliminado al hombre de Tikrit. Tampoco avanza con su muerte la causa de la democracia en Irak, como de manera simplista pretende el presidente Bush. Ni se estrecha la creciente falla étnica y religiosa entre los iraquíes.
Con la precipitada y casi clandestina cita del tirano con la horca, Bagdad no sólo ha perdido una oportunidad histórica para mostrar una magnanimidad que Irak necesita desesperadamente si quiere tener una mínima esperanza. Ha desperdiciado también la ocasión de seguir juzgando a Sadam por sus crímenes contra la humanidad y de exponer ante los iraquíes en toda su crudeza la verdad de un reinado atroz, ejemplo definitivo de todo lo que debería ser evitado si el país quiere recuperar su alma.
Hacer justicia a los déspotas nunca ha sido fácil. Desde Nuremberg hasta nuestros días, los escasos procesos a grandes dictadores y criminales de guerra han pretendido trascender su aspecto legal para mostrar además los horrores de unos procedimientos o una época, desterrar la idea de que los poderosos escapan al castigo o intentar reconciliar a sociedades rotas por crímenes horrendos. En los últimos años se ha abierto paso la alentadora evidencia de que se ha acabado la impunidad para los tiranos (Pinochet, Milosevic, Charles Taylor...). Algunos de ellos han pasado en poco tiempo del apogeo de su crueldad y su triunfo aparente al banquillo de los delincuentes, sin rastro de fulgor alguno. Tampoco a esa importante función educativa de la justicia aporta nada Sadam muerto y secretamente sepultado.
No está escrito que la desaparición de Sadam Husein vaya a contribuir a que dejen la lucha sus más fanáticos partidarios baazistas. El ajusticiamiento es para la otrora poderosa minoría suní la evidencia final de que ellos son los perdedores de los acontecimientos de los últimos años. Y presumiblemente, la dignidad aparentemente mostrada por Sadam en los instantes finales de su vida sirva para conferirle a los ojos de algunos una aureola de mártir. En cualquier caso, la pesadilla del terror sectario que devora el país árabe, y que ayer volvió a manifestarse con más de 70 muertos, tiene ya causas que exceden con mucho el siniestro papel desempeñado por el déspota ahorcado.
elpais.com
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